LITERATURA
Aquí, una parte de la charla que la autora de "La saga de los confines" dio en el Auditorio Adolfo Calle de Mendoza, al presentar su novela "Memorias impuras". Según Bodoc "la literatura, como el monstruo del pantano, debe proyectar sobre nuestras seguridades sociales y culturales una sombra que las ponga en duda..."
Los hombres tenemos deberes. Entonces, la literatura también los tiene. Adhiero a la literatura que cumple con su parte, y que no le quita el cuerpo a sus obligaciones, adhiero a la literatura que se rehúsa a ser subsidiaria de los lenguajes alienantes, de las construcciones deterioradas y opiantes que el mercado imperial propone e impone.
Habrá, sin duda, mucho que decir acerca de cuáles son los deberes de la literatura. Y en todo caso, esta breve charla no pretende ser más que una mención de aquello que en mi trabajo procuro sostener.
Creo que uno de los deberes de la literatura tiene que ver con su materia prima: el lenguaje. Así como la música problematiza los sonidos, y las artes plásticas problematizan las formas y los colores, así la literatura debe problematizar el lenguaje. Guernica es una problematización de las formas y de la perspectiva, los sonetos de Quevedo son una problematización del lenguaje. Esto no significa acumular dificultades para el lector, ni muchísimo menos. Esto significa que, desde el registro lírico de G.G. Márquez o académico de Borges, hasta la familiaridad de Héctor Tizón o la parquedad de Andrés Rivera, hay infinitas posibilidades y búsquedas. Pero hay algo que un escritor no puede olvidar, algo que se me presenta como un deber... En la lectura de textos literarios, debemos encontrarnos con el lenguaje sacralizado, sacralizado en su función primigenia: la de descubrir la realidad. Aquello que no está nombrado permanece fuera de la esfera de nuestro entendimiento. Es obligación de la literatura nombrar, iluminar las zonas confusas y veladas de la realidad. O si ustedes quieren, de las realidades. Cuando algo tiene nombre se puede entender, conocer, y transformar.
Luego, la literatura tiene la obligación de actuar sobre nosotros tal como actúan los monstruos. La literatura debe ser monstruosa. Y voy a intentar explicarme...
Los monstruos son heterogéneos... No son ni biológicamente, ni culturalmente puros. Son productos mestizos que interpelan al antropomorfismo, subvierten el orden biológico y tensan el orden cultural.
Pensemos en monstruos paradigmáticos: Frankenstein, el Jinete Sin Cabeza, Gregorio Samsa, el Hombre Lobo, la Esfinge, etc., criaturas de corporeidad heterogénea, miméticas y reacias a las clasificaciones genéricas...
Criaturas ingobernables, casi improbables.
Un monstruo no es resultado de una decisión personal sino el emergente de un proceso de catástrofe.
Un monstruo no es una creación caprichosa; es resultado del tiempo y del miedo. En el monstruo, la sociedad visualiza al "otro", ese "otro" que la discute y la pone en riesgo. El "otro" que puede llamarse dragón o travestido, vampiro o leproso, cíclopes o guerrilleros.
El monstruo del pantano... Cuando el pantano no es otra cosa que nuestro paradigma cultural.
Por eso yo creo que la literatura, como el monstruo del pantano, debe proyectar sobre nuestras seguridades sociales y culturales una sombra inconcebible que las ponga en duda.
Imagino a la literatura, en relación a nuestra sociedad, igual que Alicia en la casa del conejo después de beber de la botellita mágica, demasiado tamaño para tan poco espacio, sacando una pierna por la chimenea, un brazo por la ventana, crugiendo el cuello contra el techo y diciendo igual que ella: "Era más agradable estar en casa"
La literatura debe ocupar el mismo lugar que, en el imaginario, ocupan los monstruos. El lugar de la bisagra. La literatura, igual que estas incomprendidas criaturas, debe situarse en una zona de tensión entre la tradición y el cambio, entre lo que resiste y lo que irrumpe. Los monstruos y la literatura trasponen el límite de lo permitido. Por eso van a cargar para siempre con la soledad y con el margen. Sin embargo, tras sus pasos, la sociedad avanza sobre la zona prohibida.
En los monstruos empezamos de nuevo. En el monstruo caótico, el orden se renueva y se redime. En el monstruo inefable, la palabra se preña de misterio.
El monstruo sintetiza y analiza nuestra gran pesadumbre: el devenir. Quiebra, repone, asfixia, insufla. El monstruo es una presa tironeada por el pasado y por el futuro. Y sin embargo, cuando asoma su sombra en los bordes del lago, cuando aletea en luna llena o mastica la carne que nos compete, todo se hace presente, puro presente para nosotros.
Entiendo que, en estos tiempos y lugares, el primer deber de la literatura, yo diría el deber rector, es subvertir nuestra comodidad, ulular sobre nuestras pequeñas certezas, esas que nos hacen pensar ingenuamente, que tenemos mucho para perder.
Finalmente, la literatura, tiene que atentar contra la soledad del hombre. Pero no contra cualquier modo de la soledad. Contra la única soledad que no tiene remedio, y que nos pone de rodillas: el individualismo.
La vida de un individuo por celebrada, exitosa, y plena que sea o que parezca, jamás alcanza. El individualismo es fuente de enormes desdichas y pérdidas para cada uno, y para la especie. Aquellos que se instalan en su historia personal y desde allí pretenden combatir a la muerte (porque siempre se trata de eso), no tienen chance. Y no se trata de cuánto hayan logrado, porque nada es bastante. Cuando hay un libro editado, vamos por dos. Cuando logramos media vidriera, queremos vidriera entera, Cuando ganamos cinco premios, necesitamos el sexto. Y cuando todo parece estar completo, empezamos a pelear por la posteridad y sus eternas vidrieras.
Y es tan fácil, en cambio, cuando uno se continúa en los otros, cuando uno es parte. Que la única eternidad, la única "realización" posible es seguir en el hijo, en el hermano, en el alumno, en el amado...
La literatura debe empeñarse en esta tarea. Desde la teoría, desde la práctica, desde la forma y desde el contenido, la literatura debe recordarnos nuestra condición colectiva. Porque en eso nos fortalecemos y nos hacemos capaces de todo.
En mi opinión, en tanto habitemos en un mundo donde conviven descaradamente la opulencia inimaginable y la indigencia inimaginable, la literatura tiene la obligación de ser revolucionaria.