LITERATURA
Indudablemente, el tiempo, en tanto categoría inseparable del vivir humano, ha sido tema frecuente en la literatura de todas las épocas; sin embargo, cada vez más se problematiza y se convierte en objeto de múltiples refutaciones y distorsiones, en función del creciente subjetivismo y nihilismo contemporáneos. Del mismo modo, su formulación literaria recurre a múltiples artificios que lindan con lo metafísico cuando no con lo fantástico.
En la novela La Viña Estéril (1968), del escritor mendocino Abelardo Arias -de reconocida trayectoria a nivel nacional- se verifica un interesante proceso de elaboración del discurso narrativo, a partir de la recurrencia insistente a un procedimiento que se basa en el juego con las distintas dimensiones temporales; este fenómeno, por su misma frecuencia, da indicios de una cosmovisión particular que se relaciona con lo que podríamos denominar -provisoriamente- una mentalidad mítica, y se condice con la clave religiosa subyacente en el texto.
La Viña Estéril, hacia una interpretación del sentido del texto
Abelardo Arias antepone a su novela los siguientes epígrafes, uno de André Gide y el otro de Novalis: "El futuro me interesa más que el pasado; más aún que aquello que no es de mañana ni de ayer, pero del que siempre se puede decir que es hoy". Y también: "El amor es el objeto final de la historia universal, el amén del universo".
A partir de estas citas se hacen presentes dos grandes temas estructurantes del texto: el amor y el tiempo, que podríamos considerar como los grandes asuntos de la literatura universal. Sin embargo, como el mismo Arias señala a propósito de Álamos Talados (en la "Encuesta a la literatura argentina contemporánea" de CEAL, 1982), "Todo novelista de verdad tiene un solo tema, un leit-motiv, el mío es el desencuentro", y ese desencuentro genera todo el desarrollo y organización interna de la novela, vale decir, los movimientos de ascenso y descenso que experimentan sus protagonistas (en relación con la imagen mítica del axis mundi y otros símbolos de verticalidad) y, concomitantemente, el encuentro amoroso y su simbolización en el complejo metafórico del Jardín Edénico. Pero la novela es la "historia de un desencuentro", y el dualismo y la dinámica de los opuestos se imponen sobre cualquier búsqueda de armonía. En La Viña Estéril se narra una turbia pasión amorosa que destruye a una familia tradicional de San Rafael (los Aranda). Pasión estéril por cuanto no sigue los cauces de un amor auténtico y, sobre todo, porque quienes la experimentan huyen, abandonan la tierra madre, la única capaz de sustentar y dar fruto.
Ya desde el comienzo se perfilan dos isotopías o campos semánticos: en primer lugar, la sensualidad de los Aranda, y en un plano más general, todo lo referido al sexo (hasta el despertar equívoco de la sensualidad adolescente); y, en relación con éste, un segundo campo semántico que gira alrededor de la idea de vientre, procreación, fertilidad, tierra madre. Ambas series confluyen en Diana, la mujer causa de perdición y de muerte, la "viña estéril", por cuanto se entrega al sexo sin amor: "Cepas machorras. Muy lindas, no hay que negarlo, pero nunca cuajan... ¡Son como muchas mujeres!". Y a partir de esta metáfora, de raigambre bíblica, es posible adentrarnos en la interpretación del texto.
La clave religiosa en la narrativa de Arias
Tanto la primera novela de Arias, Álamos Talados (1942), como ésta -La Viña Estéril- enriquecen su sentido si tenemos en cuenta la raigambre religiosa sobre la que se erige el texto. Esta clave es obvia en Álamos Talados, ya desde la confesión de su autor, y ha sido reiteradamente señalada por la crítica; en realidad, ambos relatos se construyen sobre la idea directriz del Paraíso perdido y la posibilidad de su recuperación. Este motivo se asocia con otros dos: la idea de una prohibición transgredida o una culpa (fundamentalmente de naturaleza sexual) que acarrea, junto con la pérdida de la inocencia, la destrucción del entorno idílico original; también en relación con ése puede advertirse otro motivo de raíz religiosa: el valor del sufrimiento y la necesidad de una redención, siempre dolorosa, que borre -o al menos mitigue- las consecuencias de la falta primera.
La identificación entre el entorno cuyano y el Jardín del Edén es explícita en Álamos Talados; en cuanto a la transgresión, se identifica con la pérdida de la inocencia (uno de los valores que la polisemia del símbolo expresado en el título de la novela conlleva); se simboliza a través de la apertura de un candado con la palabra "Amor" y trae como consecuencia una ruptura del equilibrio cósmico que se textualiza en un temblor de tierra -motivo recurrente en la narrativa de Arias- que, aunque sin consecuencias mayores, sacude la conciencia del protagonista y le hace tomar conciencia de la gravedad de su falta.
También en La Viña Estéril acaece un terremoto en que la protagonista busca -quizá inconscientemente- su redención: trata de salvar a un niño de entre los escombros de su vivienda; de este modo intenta pagar una culpa que se relaciona con su moralmente reprobable conducta y con dos enigmáticas muertes ocurridas por su causa: la de su padre y la de uno de los peones que compartieron sus escarceos sexuales. Las verdaderas circunstancias de estos sucesos constituyen un ominoso secreto que determina permanentemente la conducta del personaje y que se devela sólo al final de la novela.
Estos motivos mencionados se asocian en La Viña Estéril con las ya mencionadas imágenes míticas del axis mundi, en el sentido de un eje que conecta el mundo superior con el inferior, y del Jardín del Edén, en tanto espacio privilegiado en que se produce una modificación de las categorías de tiempo y espacio, dando lugar a lo que podría denominarse un cronotopo edénico. Así, el proceso de ascenso y descenso se relaciona con el alejamiento y deseo de reencuentro con la tierra. Ella constituye el único punto de apoyo que permitirá intentar un nuevo ascenso, análogo al que se representa a través de la imagen mítica de la Escala de Jacob: no ya como álamo perecedero sino a favor de la integridad de una personalidad adulta y firme en el caso de Alberto Aldecua, protagonista de Álamos Talados.
Es que justamente la imagen mítica del axis mundi sugiere un cosmos jerárquico, la visión de un orden, que influye en nuestra percepción normal del transcurso del tiempo y del espacio. Cuando se pierde el estado de inocencia original, se rompe consecuentemente la comunidad con la naturaleza, mientras que la redención supone en última instancia la recuperación de esa armonía, porque la separación hombre / Dios implica también la ruptura con el entorno físico, y la reparación no puede lograrse sin ese acercamiento a la naturaleza.
Ahora bien, La Viña Estéril se abre con una visión casi apocalíptica, suerte de retorno al caos elemental: "El suelo se estremecía con movimiento áspero y continuado; otras veces, se encrespaba en un mar de olas oscuras. Los álamos, fustas gigantes, chicoteaban la noche. Gritos y chillidos horrorizados atravesaban la zarabanda monstruosa. Con desesperación, Diana hundió la mano entre las cañas resecas del techo de barro y paja". Esta descripción del terremoto constituye, dentro de la economía novelística, una anticipación; su sentido se aclara al reiterarse en un pasaje que constituye el clímax narrativo, y que parecería marcar, a través del esfuerzo puesto en juego para salvar una vida ajena, una posible vía de redención para la protagonista.
Sin embargo, el alejamiento de la tierra como consecuencia de una serie de negaciones por parte de Diana, parece cancelar esa posibilidad (aquí residiría el "desencuentro" mencionado por Arias), aunque el capítulo final insinúa una nueva esperanza de salvación, en el retorno a esa misma tierra; al menos, es la profecía de la abuela Alcira: "Ya volverán, Tiburcia. La tierra nos llamará juntos a ellos y a mí. La tierra, nuestra tierra, siempre llama. Yo no los veré, pero vos sí. Mi ida servirá de llamado para ellos... Dios lo quiera". Así se perfila la posibilidad de un nuevo sacrificio, no ya por parte de Diana sino de la abuela, que selle la nueva alianza con la tierra. Y es que, a favor de la dualidad que preside la construcción novelística, Diana y la abuela se equiparan: dos mujeres muy diferentes, pero iguales en el temple.
Tiempo de la historia y tiempo del discurso en La Viña Estéril
Si bien ya desde su epígrafe la novela de Abelardo Arias llama la atención sobre el tema del tiempo, la acción narrativa no presenta mayores complicaciones temporales; por el contrario, se desarrolla linealmente (al menos en apariencia) a través de un lapso de unos pocos meses, cuya cronología -si bien no explícita- se puede deducir fácilmente a partir de ciertos indicios significativos (por ejemplo la referencia a las faenas agrícolas estacionales o los cambios en la vestimenta de los personajes).
Hay sólo un desajuste temporal o anacronía: la novela se inicia con un pasaje en letra bastardilla, visión apocalíptica del terremoto y sus consecuencias para la protagonista, Diana; este microrrelato es extrapolado de lo que constituye, mucho después, una suerte de clímax novelístico por su incidencia en el desarrollo de la fábula. Este segmento narrativo podría considerarse una prolepsis, por cuanto anticipa un acontecimiento ulterior al momento en que se narra el relato primero; su sentido sólo se capta totalmente cuando se lo reitera; sólo entonces se advierten esa implicancias mítico-simbólicas ya aludidas.
Tiempo y espacio: el cronotopo edénico
En las sociedades clausas, tradicionales, los acontecimientos importantes habían ocurrido siempre ab initio, en el origen, y por ello era necesario restaurar, en el tiempo actual, ese orden de la creación paradigmática mediante repeticiones rituales que exorcizaran la obra corruptora del fluir temporal. Es con la aparición del pueblo hebreo y su unción como "nación elegida" para el advenimiento del Salvador (a través de sucesivas alianzas que culminan con la Nueva y eterna Alianza cristiana) que la historia "se abre", adquiere un sentido lineal, progresivo. Por el contrario, la mentalidad arcaica (que aún subyace, por cierto, en nosotros: una percepción cíclica junto a una lineal) se siente desamparada ante el paso del tiempo y el temor por la fugacidad del instante lleva a una concepción cíclica, al deseo de recuperar permanentemente el pasado o de inmovilizarlo en una suerte de "tiempo coagulado", eternidad que se asimila -como veíamos- al estado paradisíaco, Jardín del Edén que, si bien ha desaparecido como lugar, es recuperable como estado mental, cuyas características son, precisamente, la atemporalidad y la inalterabilidad. En este sentido, el retorno cíclico del protagonista masculino a San Rafael se asocia con una suerte de recuperación del paraíso perdido, idea que se asocia siempre con la luz del sol, la juventud y la fertilidad, conformando un auténtico locus amoenus o lugar deleitoso.
De modo análogo, Martín, en La Viña Estéril, cree que al retornar a su tierra encontrará la felicidad y el amor añorados durante su estadía en Europa. El paisaje mendocino, los ambientes familiares, parecen escapar a esa compulsión del paso del tiempo, que es inseparable de nuestra percepción en el "mundo caído y de alineación" en que estamos inmersos después de la caída: "Martín paseó su mirada por el comedor. Otro tiempo detenido en su infancia. Antes aún, las postales y los menús del barco del viaje de bodas de sus padres a Europa". Esta idea se asocia también, en la novelística de Arias, con los relojes de valor ornamental, carentes de función específica como es dar la hora, y en La Viña Estéril se simboliza a través del reloj detenido: "El reloj, desnivelado por el terremoto, se había parado a las 9 y 10".
También el paisaje de alta montaña, en su soledad, elementalidad y pureza, se asocia al cronotopo edénico, retrotrae al Edén perdido: "Quedaron así un rato, los ojos devorados, muelle impresión de infinito. El mundo debía estar naciendo. La primera pareja". Así como la naturaleza se asocia a esa suerte de matrimonio ritual que evoca el del Edén, la falsedad de los encuentros amorosos mantenidos por la protagonista con ocasionales compañeros requieren, dentro de la construcción novelística, una escenografía complicada, artificial, "culturizada", verdadera parodia demoníaca del desposorio de Adán, la hierogamia sagrada original.
Del mismo modo, la naturaleza acompaña el despliegue de las vidas humanas; son nuevamente los álamos los que ofician como símbolo: "El chirrido de una lechuza le raspó los nervios bajo el entrecejo. Un miedo extraño, sin raíz racional. La enhiesta alameda la cercaba, negro telón de foro teatral; tendría que alzarse o rasgarse como el velo del Templo. Y, sin embargo, ella sabía cómo se reflejaba el sol, la luz, en cada hoja de álamo, según mostrara el anverso o reverso. Su propia vida". Significativamente, la alusión a la ruptura del velo del Templo, imagen de catástrofe, símbolo del desquiciamiento cósmico que acompañó la muerte del Hijo de Dios el Viernes Santo, acaece justo antes del terremoto que destruye Pueblo Aranda y lastima a la protagonista. El movimiento telúrico se asimila a un cedazo: "Ya podía mirar ese paisaje desdibujado por la capa de polvo denso y plomizo que flotaba en el aire, comenzaban a surgirle estrías rojas hacia el naciente. La tierra habría decidido preguntarse: -Veamos qué hay de cierto en estos seres humanos[...]".
Es que, lejos de ser un Jardín del Edén, se trata de un mundo descentrado, auténtico caos de elementos desatados (tormentas, temblores de tierra), un mundo caído y sujeto al poder destructor del tiempo: "Angustiado por la lentitud del tiempo [pasado lejos] había inmovilizado los seres y las cosas en el recuerdo, mientras ellos seguían evolucionando; de aquí debía surgir su choque, su desencuentro". Aquí radica, pues, un nuevo "desencuentro" del personaje. Ahora bien, ¿cómo se salva el pasado, cómo se restituye al tiempo presente su prístino sabor de Paraíso? La posibilidad, finalmente fallida, de anular el fluir temporal se constituye en la novela a favor de un procedimiento insistente: la recurrencia habitual a superposiciones temporales, que complican y adensan el sentido al dejar entrever secretos de un pasado aún actuante: "Un trueno reventó la pesadez de la noche [...] Retemblaron puertas y ventanas. Cubriéndose con el quillango, corrió hasta pegar la cara en uno de los vidrios de la puerta que daba al patio. El vidrio era suave; las mejillas casi femeninas de Martín en el baile de los dieciséis años. Las bombas estallaban, lanzaban mansos y afónicos capullos de estrellas multicolores. La piel le palpitaba en los broncos tantaneos de los truenos y relámpagos enmarcados por las galerías. Las loggias de Florencia, un hombre la interpeló, demasiado directo para después de admirar las pinturas del Beato Angélico. Nubes oscuras se distorsionaban enmarañando la comba del cielo, ríos y raíces de luz. Giraban en el parque la ruedas con cohetes de brillantes colas, los trajes de gasas y sedas. El italiano se detuvo junto al Perseo de bronce de Benvenuto Cellini".
Este procedimiento constructivo envuelve toda la novela en una atmósfera circular, en la que se anula la sucesión, la dimensión de la experiencia: "Sin embargo, como quien acepta las reglas de un juego, por un instante, un instante que aún duraba, era factible admitir que esas palabras la habían hecho sentir, sí, sentir, íntegra; ceniza que el día del Juicio Final recupera carne, piel y hasta perfume; esto podría haberlo dicho su padre, como resabio bíblico". Con ello se perfila el tema de la palabra como otro de los núcleos configuradores de sentido del texto.
"Poderosas palabras"
La anulación de la temporalidad insinuada a través de la recurrencia a las superposiciones temporales nos lleva nuevamente al epígrafe de Gide que nombra "aquello que no es de mañana ni de ayer, pero del que siempre se puede decir que es hoy". Intento de construir un tiempo eterno que se asimile a la felicidad originaria, plenitud de amor buscada por los protagonistas. Sin embargo, la novela es "la historia de un desencuentro"; también la de un fracaso: el retorno a la tierra como posibilidad de fecundidad -que es también posibilidad de perduración- se clausura, como vimos, con la huida de los personajes; sólo subsiste, como intento de superación de la temporalidad, de recuperación de ese cronotopo idílico cuyas características definitorias son la inalterabilidad y la atemporalidad. Sólo permanece en pie el cosmos verbal, recuperado por la memoria en Álamos Talados y erigido en escenario de la segunda novela, con lo que toda la obra de Arias, al menos en su relación con el entorno mendocino, se vuelve cíclica, eterno retorno al punto de partida.