Marzo ha vuelto con sus uvas.
La gente de la décima tribu
come su pan en las hileras.
Los hombres sacan la cuenta con los dedos;
pocos dedos alcanzan.
(Las mujeres con sus lágrimas
piden cuentas a Dios).
Lágrimas que no caben en la canción
ni en la tonada.
La siesta se llevó a las muchachas
al fondo del cañaveral
donde ellos las desgranan,
beso a beso, del racimo materno.
- En que canción cabe este sol,
en qué copla este sudor;
donde voy mojo la tierra
con mi cuerpo.
Si paro, todo gira,
y el dios amarillo baila y baila
sobre mis ojos de sal.
Mis manos, ya de madera,
arrancan los últimos racimos
como los pelos a un viejo calvo.
(Le estoy arrancando los últimos racimos
a mi vida).
- Mi vida; decía mi madre.
Ahora iremos a la cosecha;
y me daba un beso tempranero
como el rocío en los pámpanos.
Tendremos harina para el pan;
y yerba, y alpargatas para el frío; aguardiente
para el frío de tu padre.
Mi padre esperaba con su camisa blanca.
Y el cuartel era un mar verde
que apenas se movía,
poblado por las heridas camisas
de los cosechadores.
Ahora el padre soy yo;
mi hijo duerme, perdido
en la blanca camisa de su sueño.
Otra vez la siesta inmóvil
zumba en la carne alerta,
y una cueca sexual
resuena entre las piernas.