SEGUNDO DILUVIO (1954)
Esta mujer conmigo y yo con el tiempo,
arpa cruzada por mis sed, tañida,
misericordia fuera de lo hundido,
lo más hundido de mi cuerpo: manos.
Esta mujer conmigo y yo en el tiempo.
Lluvia tan sólo mía en mi frente de todos,
lumbre encendida sobre una palmatoria de fuego.
Carne que arrebaté a la muerte una noche, otra noche.
Estos tres solitarios: su cuerpo, el mío, el alba,
en la alcoba reunidos pactaron el ángel
que vino a hacer la luz del todo sobre el mundo.
Rostro besado,
frentes sosteniéndose;
yo conservo una vida para ti, la perfecta.
Lo sé, lo sé: arcos ciegos habían de derrumbarse
cuando hacia la luz venía descalzo como un héroe,
prieto como el diamante, entre los resplandores de
un azul casi dios;
el enviado venía, el señalado de tu pecho,
el doloroso;
amor y amor un solo amor al rojo
de dos colores grises,
porque fuimos buscándonos tanto tiempo en la vida como
dos soplos grises con su garfio.
Dulce fue el corazón entre los labios
y la palabra amor como una llave
de crucero,
sílabas que ascendían, juramentos de pan,
y el lento acorde ?siempre?. Fragores detenidos más allá de este círculo,
porque la primavera fue aquí dentro pequeña y dulce y
de un modo de amarnos hasta hacer florecer las
flores del papel de los muros.
Yo te recuerdo porque pasas tras el párpado en la noche,
húmeda yo te siento y cabizbaja porque el llanto te toca,
tu risa como un simple suceso de la nieve,
la rodilla dulce donde la sangre cae como una catarata.
Tenía las manos largas e inmóviles en el sueño,
y puestas en las mías excedían
como la demasiada belleza de la rosa excede el cáliz.
Y cada vez su rostro más claro, más claro,
y había que despertarlo porque temía se luz, queriendo
ser amor únicamente.
Albo su sueño, irredimible.
Sometido su pecho, claro, diáfano, santo.
Llama como en la lengua y labios muro.
Dormida y todo negro y luz contigo.
Temporadas de peces en los mares cubiertos por el mundo.
Concreciones rituales en el rostro que va a perderse al
cabo en la blancura.
Y eras el dolor como una sombra de niño sobre un muro
de espinas,
exactamente como lo perdido cuando toca las manos viajando
hacia el silencio,
y entre lamentaciones tu amor, lo que he perdido en la
rama más alta,
lanzaba hacia la torre del día un milagro sellado.
Yo era el lebrel velando aquel tan maleable,
tierno, tibio transcurso precursor de su garganta:
el suspiro,
el ay de su belleza cuando tocaba el sueño,
y el ruido de cerrarse.