Debe tener un corazón de pan,
debe tener un corazón de viento
la criatura al borde del abismo.
En horno de barro y en fragua de hierro,
castaño y rojo su color,
construidos con vista a la montaña,
hijos del siempre y de la nada.
Oh, espérate un minuto. Que naufraguen las nubes,
que el cielo sufra un escalofrío de ternura,
que parpadee la luna,
que el más hondo glaciar acoja las campanas muertas del
tiempo.
Espérate. Aún no es hora.
Sobre las cumbres es el horizonte un tigre agazapado,
y la nieve se despide de sus hilos invisibles
como de hijos que marchan a la guerra.
Se oye el viento del caudillo.
Es un galope que perdió su eco y sube desde la sombra del
ayer.
De miedo, grita el águila.
En el fondo del abismo hay un silencio seductor
de piel morena y de pupilas verdes.
No es la muerte, espérate. No tengas miedo.
Sólo es la contricción al pie de un patíbulo entrañable.
Tu corazón debe enfrentar los rostros
que nunca has olvidado.
Pero no puede invocarlos. No te responderían.
Fueron heridos por la lámpara y la víbora.
Ya no te reconocen.
Su espíritu contrajo tal oleada de recuerdos,
que enfermaron de vida.
No los nombres. No tiene ya sentido.
Dispersos en los llanos,
es su aspecto misterioso lo que ves,
y una llovizna que cae sin cesar, vestida de celeste,
como en la gruta los ojos de un ciervo enamorado.
Y tú, alma doliente de lim pérdidas,
de un rubí que se parece al mundo
pero que no regresa en su órbita hasta la nostalgia,
tu no sabes de lágrimas
ni insultas a tu corazón al borde del abismo.
Espera, no te asomes, vuelve a tomar el paso
del mantañés que es otra nube
y vívete en ti mismo. Sé valiente
como todo un corazón solitario,
como los signos de tus manos vueltas hacia el precipicio.