Este sabor aciago
a rosa de infortunio, a liquen póstumo,
esta napa de esfinge pausada y sin cuartel
que invade y me satura de un lento humor salobre
como un lúpulo cárdeno la lengua.
Adentro de la selva circular del insomnio con sus frutos de cábala,
bajo el árbol infinito del sol sagrado y cruel,
zumbador, delirante,
que agita hasta el escarnio sus pólenes eternos
y no me reconoce.
En la racha de infierno del delirio nocturno, prófugo por la frente,
o cuando el corazón, solo en su vástago,
oye su soledad mortal entre los huesos.
Este óleo de congojas que apura mi desdicha,
filtrando desde el propio bulbo de la sustancia
las espinas de fieltro de un fatal bebedizo;
tal vez desde la antera de un espanto difuso
donde clama la especie por un lóbulo en trance
de ecuación aterrada,
cuyo registro impío
lega a mi corazón un instrumento hereje,
templado en cóncavo nefasto,
y me impele sin réplica, me impele
grada a grada al patíbulo del canto
en el rito del mártir.
Este sabor a páramo de hueso que me hipnotiza
el paladar del alma,
que me confiere a un ídolo con máscara de túnel,
que me honra de este licor verdugo del presagio
contenido en la almendra gutural del sollozo,
cuando, de pronto, el tiempo es una mariposa
que golpea en los sesos
y entre las yemas de la sangre
deja un lívido tizne como polen de tumba.
(fragmento)