Abrazado al cuarzo
el duende desmiga a la muerte.
Sus mejillas se anunciarán
en el andén de las llamas
y su fatiga
en la cera que derrite la ausencia.
Mira la punta de los zapatos
allí el sol de los helechos
le confía el sentido
de abrir el adiós,
para que el invierno
con sus carnes flacas
y su aliento de cuchillo
no sea una persecución.
El dolor debe crecer
y en la altura bravía
serenarse
para volver
y rastrear aquel linar,
donde la respiración es una gloria
y los recuerdos
pastores de luciérnagas.